domingo, 4 de noviembre de 2012

La monotonia en los licores

Weildler Guerra Curvelo

En algunas ciudades del Caribe colombiano parece haberse ido consolidando una especie de culto banal al Old Parr. En las redes sociales personas y hasta ciudades parecen disputarse la dudosa distinción de asociarse con esta bebida escocesa cuyos propietarios deben obtener pingues beneficios económicos gracias a esta afiliación cándida. Muchos jóvenes que han crecido en esta devoción trivial deben estar convencidos que esa botella marrón condensa el extenso espectro de los licores destilados. No puedo imaginarme a un ciudadano francés cuyo conocimiento y preferencia gustativa se limite a un solo vino y por demás ajeno.

¿Pero en realidad cuál es el arraigo histórico del whisky en nuestros territorios? Muchos de nuestros pueblos indígenas tuvieron una diversidad de bebidas obtenidas a través de la fermentación de tubérculos como la yuca, cereales como el maíz y una extensa variedad de frutas. Una revisión al azar de los registros coloniales de las embarcaciones que fondeaban en Riohacha provenientes de los cayos franceses, Jamaica y Curazao en 1773 nos muestra la llegada de aguardiente, ron y distintos tipos de vino entre ellos el moscatel.

Ya en la época republicana, entre 1924 y 1928 el escritor Eduardo Zalamea Borda registra un consumo popular de ginebra en Cartagena y en Riohacha. Uno de los personajes de su novela Cuatro años a bordo de mi mismo dice: “Llevábamos a todas partes contrabandos
de cigarrillos, telas de seda, whisky y ginebra. Nosotros, no fumamos opio ni bebemos whisky. Eso, sólo lo beben quienes no prueban nuestra ginebra dulce, nuestra ginebra caliente, que lleva directamente a las mujeres.”

A mediados del siglo XX ya el whisky tiene una amplia aceptación en los sectores populares. En nuestra infancia la variedad anual en la preferencia de esta bebida por los mayores, nos permitía disfrutar de los pequeño caballitos blancos que traía la botella del White Horse con los cuales decorábamos los modestos árboles de navidad, extraíamos los ansiados boliches de cristal de las botellas de Robbie Burns, en ese entonces una bebida respetable, jugabamos con las tapas de cristal del President y movíamos la balanceante botella del Swing diseñada para el ondulante movimiento de los barcos. Nadie se avergonzaba de tener en su alacena una digna botella de Jonny Walker sello rojo que tanto gustaba al maestro Rafael Escalona y el Chivas no era considerado un “blended” de segunda categoría. Uno que otro sibarita local consumía en ocasiones un buen whisky de malta empacado en una hermosa caja como el Glenfiddish. Para quienes no lo saben un icono de nuestra región como García Márquez solo consume Glenlivet de doce años.

Como dejar por fuera un buen Jack Daniels de Tennessee cuyo sabor evoca la actuación memorable de Al Pacino en una cinta inolvidable: Perfume de mujer. Por mi parte, exponiéndome a la mirada desaprobadora de algunos de mis coterráneos, confieso que debo a un colega norteamericano la afición por el buen bourbon de Kentucky, específicamente por el Maker´s Mark, que traduce algo así como la Marca del artesano o más coloquialmente “hecho a mano” con su hermosa botella, su aroma de madera y su tapa sellada con cera que amorosa y ocasionalmente me llega desde Aruba.

Así como el conocimiento literario acera de un autor no puede fundamentarse en la lectura de una sola obra la valoración de una bebida no puede limitarse a una sola marca. Si se me permite parodiar a un personaje de Kundera diré que no estoy contra el Old Parr estoy contra el cliché.

wilderguerra@gmail.com


No hay comentarios:

Publicar un comentario