Llega a mi casa en Riohacha después del mediodía la amorosa figura wayuu de la tía Antonia Pimienta Apüshana quien a sus ochenta y cinco años de edad esta aterrada porque su vecinos han vendido el terreno contiguo a su ranchería y ha escuchado que este será destinado como basurero municipal. Ella imagina la pronta degradación de su entorno: los olores pútridos llevados por el viento, la avalancha de basuriegos, perros salvajes, gallinazos y roedores que transformarán su mundo apacible en una inmensa, riesgosa y sólida cloaca. Es el desarrollo de la ciudad, afirmarán algunos, unos pocos indígenas deberán sacrificarse por el bienestar de la mayoría de la población.
Los desiertos, afirma la investigadora Valerie Kuletz, en su ensayo Invisibles spaces: Violent places (2001), han sido percibidos como espacios vacíos, económicamente improductivos, habitados por gentes invisibles que lo son principalmente porque carecen de poder. Olvidan quienes tienen esta percepción que estos paisajes se componen de redes de lugares que tienen sentidos específicos para quienes los han habitado ancestralmente. Estos se encuentran interconectados y comprenden fuentes de agua, zonas de pastoreo, sitios ceremoniales, áreas de recolección de frutos silvestres y cacería porque la lógica de la subsistencia en el desierto es el movimiento. Desde Occidente los desiertos son vistos como espacios expiatorios, lugares sacrificables en donde se pueden realizar pruebas nucleares y almacenar desechos radiactivos.
En la medida en que la economía global estimula la expansión urbana y la demanda de recursos naturales y de los espacios en que estos se encuentran es previsible esperar un aumento de los conflictos ambientales. La competencia por el control y el acceso a los recursos suele tener entre sus actores a firmas internacionales, comunidades locales, organizaciones no gubernamentales y agentes estatales. Las variadas intensidades de estos conflictos pueden incluir desde cruentas guerras por los diamantes en África hasta antagonismos sociales entre grandes propietarios rurales y comunidades de indígenas ejidatarios en el sur de México. La llamada violencia ambiental, afirman Nancy Peluso y Michael Watts en su obra Violent Enviroments (2001), frecuentemente se intersecta con otras formas de violencia incubadas que emergen de tensiones étnicas, raciales o políticas durante ciertos periodos de transición económica.
En el contexto regional y local no es infrecuente encontrar apreciaciones en los medios o en sectores empresariales que ven las demandas de los “indios” como caprichosos obstáculos para el desarrollo nacional, regional o local. Los conflictos de tipo ambiental como se ha visto en Colombia, en donde hay intereses de agroindustriales, del tráfico de drogas y de la minería ilegal, pueden ir acompañados del despliegue del terror contra los cuerpos humanos y contra el paisaje. Es una violencia que tiene variadas formas: física, simbólica, cultural y emocional. Con frecuencia, para justificar la violencia ambiental se requiere calificar o señalar al otro como demoniaco, atrasado o salvaje. Esta violencia sedimentada como historia en el cuerpo, el paisaje y las emociones de los grupos humanos reesculpe las relaciones sociales de la cual surge y conduce al despliegue estratégico de las identidades y de la memoria.
Los horrores de la conquista vuelven como una ola y será así mientras en el marco de unas relaciones desiguales de poder algunos siigan construyendo su paraíso con el infierno de otros.
wilderguerra@gmail.com
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