En la puerta del Cielo
Weildler Guerra Curvelo
Pocas cosas pueden ser más difíciles que escribir el obituario de nuestra propia madre. En la novela Autobiografía de mi madre (2007) de la escritora caribeña Jamaica Kincaid, Xuela, la protagonista, se escribe a si misma y aspira a recuperar a su progenitora fallecida a través de la escritura. Es difícil igualar tal nivel de destreza literaria, aunque siempre podemos partir de la afirmación de Tennessee Williams de que “la muerte es solo un hecho, la vida muchos”.
Mi madre nació en un día de San Antonio de 1929 en una Riohacha que no pasaba de diez calles. En su infancia alcanzó a ver la última pared del Castillo de San Jorge, que durante siglos custodió a la ciudad, dinamitada luego por un alcalde en nombre del progreso y la modernidad. Las goletas zarpaban entonces sin restricciones a distintos destinos del Caribe. Gran parte de su niñez transcurrió en el histórico pueblo perlero de Carrizal, cerca del Cabo de la Vela, siendo ella misma una perla. Solía evocar la imagen mítica de su tío abuelo Maturo Uriana pastoreando sus rebaños en los pastizales de Pajara, añoraba la piragua del margariteño Jacinto Hernández y su prima Teotiste Gutierrez Curvelo, en la que siendo niña navegó durante meses por las costas guajiras en una travesía fantástica de gitanos del mar.
En un viejo cofre reposa una fotografía en la que aparece vestida con un sobrio abrigo de paño, la actitud reposada, el cabello ondulado a la manera de los años cincuentas. En el revés aun puede leerse la fecha: Bogotá 22 de julio de 1956 y una leyenda dedicada a mi padre “para Guerra con todo mi cariño: Isila”. Un mes después se casaría con el en la capital y fue a conocer a sus suegros a la provincia de Márquez en Boyacá, una tierra de paramos en la que los duendes hacían por las noches trenzas en las crines de los caballos. Una comarca en donde los arroyos gélidos y brumosos descendían entre las hondonadas de bosques de pinos y eucaliptos tan diferentes al curso plano de los arroyos de su tierra cuyas aguas ardientes y efímeras se pierden entre las tortugas mitológicas del desierto de Carrizal. Un Carrizal que ahora es nuestro Comala.
Pronto acompañó a mi padre a colonizar las fértiles tierras de las colinas de San Pablo en Tomarrazón, en la Sierra Nevada, cuando aun se oía en sus senderos el rugido del jaguar. Cruzó infinidad de veces la frontera con Venezuela sufriendo la impaciencia de los guardias y los naturales riesgos del comercio. Cuantos recuerdos de sus incursiones económicas: la casa del peltre, las artesanías, los arboles de navidad y las neveras de Maracaibo, las mil tejedoras guajiras que en 1975 iban a tejer cien mil mantas wayuu para el mercado italiano.
Mi madre era el núcleo afectivo de la extensa constelación de su matrilinaje. Siempre visionaria, laboriosa y temeraria azuzaba a los suyos para que no le temieran al riesgo que antecede al éxito “el que sale a caminar aunque sea con una piedra se tropieza” le decía a sus sobrinas para ahuyentarles el fantasma de la inacción. Nos enseñó el valor inigualable de la unidad familiar “a lo tuyo tu con razón o sin ella”, el ideario y espíritu crítico del liberalismo, el temor de Dios y los principios y deberes del parentesco wayuu.
En la puerta del cielo, decía, primero yo que mi hermano” lo que no era una exaltación utilitaria del egoísmo sino una alegoría punzante para convencernos de que en ambos mundos debíamos ganarnos laboriosamente el bienestar y el paraíso. Nuestra relación fue la de una prolongada y deleitable conversación. No es posible escribir de mi madre desde el abatimiento y el dolor porque estaba hecha toda de una milenaria aleación, de valor y entusiasmo, de fortaleza y optimismo, de coraje y de fe.
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